jueves, 5 de febrero de 2009

EDUCACIÓN Y ALMA

Cada vez que voy a abordar temas concernientes a la cultura y el humanismo no puedo dejar de tener presente una anécdota amarga y elocuente. Un amigo bibliotecario me contaba dolido que, en el instituto para la formación de ingenieros y economistas donde trabajaba, no se creía necesaria la existencia de libros de las llamadas Bellas Letras. Al parecer, se consideraba esta materia como algo ocioso, prescindible y, por tanto, desmerecedora de ocupar un espacio entre los anaqueles donde debían estar libros de más útiles saberes. La penosa anécdota salta a mi memoria como muestra de la deshumanización que cierto pensamiento tecnócrata conlleva.
Sucede que el recién concluido siglo XX sufrió el hechizo de dos brujas poderosas: la razón práctica y el progreso técnico. Se estimó que lo necesario era aquello que brindaba beneficios concretos al hombre. Esto no estaría mal si no fuera por el contenido de lo que se consideraba beneficioso. Casi siempre se trataba de ganancias en términos de condiciones materiales. Estas, a la vez, redundarían en un siempre creciente progreso, entendido como creación de un sofisticado sistema de artilugios que alejaran al hombre del trabajo primario. A este siglo lo ha llamado el filósofo español Luis Racionero como del progreso decadente. El oxímoron es más que justificado si se tiene en cuenta que la humanidad llegó a poseer bienes nunca pensados, pero, a la vez, se sometió a las más cruentas hecatombes. El conocimiento creó una tecnología que sirvió para exterminios masivos. Verbi gratia Auschwitz, Hiroshima, Vietnam, Kosovo o Iraq. Ahora, desde salas computarizadas se puede decidir el juicio final de miles de seres, con un refinamiento cuyo sadismo rebasa la simple incursión arrasadora de la horda que, a espada y fuego, se apropiaba de las posesiones de otra. Apenas traspasamos el umbral del siglo XXI, contemplamos con horrorizado asombro aviones de pasajeros utilizados a manera de cruentos misiles o escuelas convertidas en campos de masacre por algún escolar desesperado. Son procedimientos descabellados que buscan resolver problemas que nuestro desequilibrado mundo moderno ha acumulado. Ya sabemos que el conocimiento y la tecnología, por sí mismos, no son responsables de estos abusos, pero sí la mente deshumanizada que se parapeta tras ellos. La rueda y el fuego han sido enormes logros de la humanidad en la superación de sus vicisitudes, pero mentes desalmadas han convertido a ambos en medios de exterminio. No son el hacha, la soga, la pólvora, la electricidad, el gas Zyklon o la radiación nuclear, los elementos del mal sino la voluntad insensible que los emplea criminalmente.
Sucede que en el empeño de crear un mundo cada vez más sofisticado técnicamente, donde el hombre dispusiera a su antojo de múltiples adminículos con los cuales regir el destino de los otros, como un dios potente y prepotente, se puso a la cultura y la educación a servir tales fines. La sociedad produjo un ansia insaciable no sólo de más bienes de consumo –entre los que lamentablemente fueron a inventariarse el conocimiento y las obras de arte— sino también más información para acceder a ellos. En esta loca posesividad la educación adquirió también un sentido consumista. Se consideró a esta como la configuración de un individuo cual si fuera una base de datos, y al proceso de instrucción como la facilitación del almacenamiento incesante y desaforado de los más diversos resultados de la investigación contemporánea. Estar al día devino una obsesión. El fin de la educación no fue lograr a un hombre más humanizado sino uno más informado, no importando incluso que este no supiera qué hacer con esa información o cómo orientarse entre lo principal y lo accesorio en la jungla informativa. Se entendió el progreso como una acumulación subsiguiente de instrumentos, habilidades e información. Este ha sido por lo general el carácter de la cultura y la educación del siglo XX. No nos percatamos de que los máximos responsables de las grandes ordalías de los pueblos han sido individuos muy bien informados, seres con conocimientos, dominio de tecnología y amplia capacidad del logos para convencer. ¿Qué falló entonces?
A mi modo de ver nos olvidamos del alma. Relegamos ese componente del hombre tan delicado y sutil que nos eleva sobre la animalidad. Empleo el término, despojado de toda connotación mística o esotérica, entendiendo por alma la cualidad cardinal del hombre que le permite entender, concertar, crear y perfeccionar vida humana. No mera existencia animal, despojada de sentido y perspectiva, sino vida enterada, creativa, altamente significativa. Alma y humanidad deben verse asociadas pues una es facultad y la otra sentido de esa vida, de manera que por ambas nos alejamos de cuanto tiende a reducirnos a meros entes orgánicos. La vida humana trasciende lo biológico y tiende al cumplimiento de un proyecto de sentido que involucra a la creación, la vida espiritual, la consecución del bien y la belleza. En definitiva, cultura es toda creación objetual o simbólica que ayude al hombre a encontrar el sentido armónico de la existencia y escapar de la jungla de bestialidad. Somos más cultos en la medida en que somos menos animales, es decir, menos condicionados por los meros instintos y apetencias que prevalecen en la manada. Los que desprecian al individuo asumieron el término “masa” para describir a esa suma de individuos abúlicos, moldeables, manipulables. Esto es posible por la carencia de un espíritu ennoblecido. La sociedad debe ser un concierto armónico de individualidades responsables, decentes y sensibles, no menos que un concierto de Bach o Beethoven.
El mundo ha estado carente de lo que denomino una educación del alma. Mucho nos quejamos de los numerosos actos desalmados que verificamos a diario. El novelista J. M. Coetzee en su obra La Edad del Hierro hace decir a su protagonista: Intento mantener viva mi alma en una época que no es hospitalaria con el alma. Pero esta época hostil con el alma no es un fruto del azar o de un olvido caprichoso. Es la expresión de nuestra persistente negligencia, de nuestro yerro en el derrotero seguido, de haber favorecido propósitos más básicos en nuestros empeños sociales.
La sociedad se dedicó a producir, conseguir y almacenar objetos como índice de prosperidad. Igual sucedió con la educación. Tal como se originó y acumuló el capital, se intentó originar y acumular conocimiento. Esto trastocó la perspectiva humana. Porque si importante es poseer conocimientos y saber operarlos para asegurar nuestra existencia sobre la tierra, más importante resulta el alcanzar una capacidad que posibilite una vida amable, significativa y digna. Educar no es simplemente informar como tampoco formar sino transformar. Cultivar es el mejor denominador. Sembrar y cuidar para que se opere la fructificación del individuo en otro más apto. No es empacharse de referencias, noticias y cifras. Lo fundamental no es cuánto se pone en el hombre, más bien qué se le proporciona y para qué. Es un asunto esencialmente cualitativo. Los que se han percatado hablan ahora de calidad de vida. Lo fundamental no radica en la cifra de instrumentos o datos que poseemos, sino la capacidad que estos brindan para mejorarnos y mejorar nuestro entorno. No se trata de tener por tener sino tener para ser. Disponer de los objetos y la información para que se reviertan en un comportamiento más humanizado. Un hombre conocedor puede hacer daño, uno sensible, difícilmente. Es el alma quien dicta la calidad de nuestras acciones.
Por tanto, mejor que de conocimiento, que es información estructurada, prefiero hablar de saber, que es conocimiento orientado hacia una vida más coherente. Lo que buscaron las mentes más capaces fue la sabiduría más que el conocimiento. De tal modo que esta educación del alma tendría por objeto propiciar las condiciones para cultivar un saber del alma. Cultivar al individuo en aquellos conocimientos, habilidades y capacidades que le ayuden a desarrollar una serie de saberes fundamentales. Entre muchos posibles destaco cinco. Uno, saber vivir con el otro, sobre todo con el distinto, conciliando sistemas ideológicos, políticos, religiosos y culturales. Dos, saber consumir racionalmente en correspondencia con la creciente y necesaria humanización de la vida. Tres, saber utilizar el entorno amigable y responsablemente como ámbito y sustento del desarrollo humano. Cuatro, saber emplear los procesos cognoscitivos e informáticos así como sus resultados en pos de una vida digna y enriquecedora. Cinco, saber transformar el mundo significativa y afirmativamente para el disfrute de sus potencialidades bajo los auspicios del respeto, la cooperación, la armonía y la sensatez. Sé que pueden parecer aspiraciones ideales. Mas no son propuestas irrealistas ya que responden a las más apremiantes exigencias. Como principios orientadores de nuestros afanes y búsquedas mediatas me parecen no solo necesarios sino imprescindibles. Respecto a los apremios de la realidad presente sobre los que se enfocan los considero impostergables pues muchos de los efectos de nuestra deficiente educación derivan en perjuicios fatales para la humanidad. Sabemos que vivimos tiempos arduos, violentos e injustos que generan miles de vicisitudes y obstáculos. Sabemos que el hombre es imperfecto. Pero la educación trata no de lo que es sino de lo que debe ser el ser humano. Somos conscientes de que nuestros anhelos deben volar alto para que su realización alcance cotas significativas. Quien sueña poco logra poco. Solo se necesita, entender las urgencias verdaderas de nuestro mundo, disponer de la voluntad reparadora y diseñar sistemas instrumentales que, en plazos factibles y mediante objetivos graduales, propendan a alcanzar dichas metas. No es la tecnología la principal carencia de la presente educación sino los propósitos y contenidos adecuados a las aspiraciones de un mundo más humano.
El pensador cubano José Martí creía que Educar es preparar al hombre para la vida. Dice preparar, que es cultivar, robustecer, apertrechar al hombre de lo necesario, con el objetivo de que sea más apto para vivir, o sea, desplegar mejor sus potencialidades físicas, intelectuales y emocionales. Además, la frase para la vida lleva implícito un carácter afirmativo. Se prepara al hombre no para la destrucción y la nada sino para vivir que es realizarse, disfrutar, crear, a plenitud.
Debe privilegiarse el refinamiento del alma. Es lo que debe entenderse cuando hablamos de un hombre culto, un ser cultivado, cuidado, atendido, debidamente dispuesto para crecer y rendir provechosamente. Esto incluye, como condición indispensable, el elemento de comunicación, de relación, pues se trata de seres que deben coexistir con otros y, en consenso con ellos, concebir sus acciones y metas. Me gusta siempre recordar una frase de Rob Riemen, director del Instituto Nexus: Ser culto requiere mucho más que erudición y elocuencia. Más que ninguna otra cosa, significa cortesía y respeto. Lo luminoso de esta idea radica en que enfatiza lo esencial humano: la tolerancia, la sensibilidad y la armonía. De manera que el ser culto deviene cualidad indispensable de la vida humanizada.
No me queda duda de que si algo nos salva, para esta vida y para otra si la hay, es el alma, esa que nos hace distintos de la materia caprichosa e insensible que nos rodea.


MANUEL GARCÍA VERDECIA

jueves, 22 de enero de 2009

Mi blog

Pues bien, me estreno en el mundo de los bloggers. En realidad no sé si tiene sentido que agregue un grano de texto más al inmenso arenal de la información digital. No sé si en ese inmenso, creciente y devorador desierto superhabitado, alguien me encuentre y, más, me lea. Yo mismo me pregunto ante estas dudas entonces qué sentido tiene el abrirlo.
Les juro que no es vanidad. Tal vez sea esa fuerza que ejerce el espíritu sobre uno que lo instiga a dar voz a cuanto pasa por la mente y el alma. El hombre es un ser para la transacción con la vida. Y en esto la conversación, cuando no con el prójimo, con uno mismo, resulta ineludible. Ya decía machado, el poeta español, que euien habla solo espera un día hablar con Dios. A fin de cuentas, pienso porque vivo y no puedo dejar de hacerlo. No a menos que me vuelva hoja de yerba o piedra. Pensar no es más que una conversación hacia adentro.
Sucede que --por pudor, prejuicio o miedo--, no siempre uno quiere dejar traslucir lo que piensa. El espacio virtual es una dimensión que ofrece la posibilidad de disolver el yo en su inmensidad protectora y sacar a la luz, diluido en esa maraña de datos y textos, la desnudez de nuestro discernir.
En fin, que solo quiero emplear esta página como un continente de libertad, de alivio intelectual y de ejercico de facultades para no volverme tonto, loco o, peor, cínico.
Prometo hablar de lo que veo y creo. Hacerlo con honradez, con mesura y con la inteligencia y percepción de que sea capaz. Ojalá encuentre alguien que me lea. Mejor si me reponde. Así sabré que no estoy solo.
El mundo se ha convertido en un sitio desvalorizado. Se hace enorme alharaca sobre la crisis económica. Sin embargo se habla poco, por ser mesurado, en torno a los valores. Tal vez si hubiera una percepción adecuada de su peso y sentido en nuestras vidas, muchas otras crisis se evitaran, pues el hombre en su modo de pensar es el que acomete lo bueno y lo malo. Y no hablo de inteligencia, sino de sensibilidad. Un adecentamiento del alma. Los grandes criminales no fueron tontos, sino crueles inteligentes, que supieron escalar por su perspicacia sobre el hombro de los otros para usarlos y, peor, deshacerlos en su beneficio.
Tal vez al otro lado del vacío virtual, haya vida inteligente.
Manuel